Cuando estaba en sexto de primaria leí un libro sobre una niña que fue a dar al hospital por su extrema delgadez. Había decidido dejar de comer y estaba logrando lo que se proponía, algo parecido a desaparecer. Ella no quería morir, sus papás tampoco lo deseaban, y aun así se la estaba llevando la muerte.
Cuando probó comida obligadamente, se indujo el vómito. Este libro dibujó mi camino, me dio los pasos a seguir: con mi mente infantil casi adolescente parecía claro lo que tendría que hacer. Yo no quería morir, pero sí quería algo parecido a desaparecer. El problema es que nuestro cuerpo no distingue entre una cosa y otra, y al tender a la desaparición, muere lenta y dolorosamente.
Al tender a la desaparición, la vida se nos esfuma entre las manos, la mirada entre las nubes, y de pronto estamos más cerca del cielo que de la tierra… pero no de un paraíso, de un cielo de nubes y bruma, de separación y distancia. Una sólo quiere el contacto, busca el contacto, desea el amor, y al temerle a este deseo, huye de toda posibilidad de contacto y amor. A las nubes. En las nubes, una enfermedad. Llueve diario, varias veces al día, y al dormir una reza para mañana despertar en un suelo firme y bajo el rayo de un amoroso sol. Esto casi nunca pasa, la lluvia sigue y la rutina nos arrastra… hasta que brilla un rayo de sol, y una es capaz de notarlo. Y así, entre los dedos lánguidos, una pequeña luz se vuelve una soga. Y desciende, una desciende en búsqueda de suelo firme.
Así, un día le dije a mi mamá que tenía bulimia. Después de varios años de batallar con mi TCA le escribí un correo, que recibió al instante en su computadora a unas puertas de la mía. Vino a verme, me vio a los ojos, me vio, por primera vez me vio con todo y mi enfermedad y me entregó su apoyo y confianza. Así, la luz del sol comenzó a tomar forma hace muchos, muchos años, y ahí empecé mi proceso terapéutico con Blanca, en sesiones de terapia cognitivo conductual.
No llegué muy lejos con Blanca, las visitas a su consultorio no estaban fuera de mis rondas a baños públicos y tiendas de abarrotes, pero conseguí una amiga, y a mi primera aliada en salud, su mirada siempre me lo decía, pero yo… yo igual no salía de mi bruma.
Mi tiempo récord sin vomitar en aquellos años era de 20 días. Nunca pude superarlo, daba clases de yoga; una tragedia me llevó a ser la titular de un grupo muy amoroso. Cualquier persona que me viera pensaría que la llevaba bien. Unos meses después anuncié que ya no podría seguir dando la clase: me internaría por primera vez, para que me ayudaran otros a romper el récord que yo nunca logré.
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