Estoy de vuelta en mi pueblo. Sólo vine a arreglar cosas, a ordenar el departamento y a preparar una mudanza temporal; estaré aquí una semana.
Llegué hace dos noches, pero no pude llegar directo a casa: la perspectiva de llegar sola, sin Rima, no me latía nada. Me quedé con una amiga. Ayer, después de mucho atrasarlo, después de entretenerme en actividades por la ciudad, agarré coraje y vine. Ahora estoy aquí. Voy, momento a momento, absorbiendo cómo es que se vive un día sin ella. Lo integro poco a poco.
Anoche no fue nada fácil. Primero, sí, algo en mí se sentía bien de estar de vuelta... pero a las pocas horas, el silencio y su ausencia se hicieron más y más evidentes. En un punto, el dolor, la tristeza, la pérdida, se sentían intolerables.
Me acosté: me confundía mucho no saber qué paso dar, a quién acariciar, con quién relajarme, de quién estar pendiente. Me confundía mucho no saber si lavarme los dientes ya o todavía no, si prepararme para dormir o no, a quién darle las buenas noches. Me confundía no saber qué hacer sin alguien que necesitara que me despidiera de ella, “hasta mañana”. Me confundía no tener a quién invitar a dormir conmigo, no tener con quién meditar. Y aun así, lo hice. Medité, confiando en su presencia... me fui a dormir, llevada por el cansancio provocado por tanto llanto. Me desperté en la mañana, debido a la confusión y la desorientación. Algo me sigue moviendo a vivir, a tener una rutina... y ya no es ella. Ahora es el dolor, la tristeza, la necesidad de decir adiós.
Y así, paso el día limpiando el departamento. Me confunde no saber qué hacer después de comer, a quién alimentar y qué me va a sacar de mi propio disco mental.
Hoy, nada me saca... reviso cajas y cajas, saco todo para volverlo a acomodar; están las cosas regadas y mi energía agotada... y siento que nadie puede entender o acompañarme en este dolor. Me lo guardo, es mío, me corresponde cargarlo. Así me siento, lo siento, la extraño todo el tiempo.
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