Hannes vino a visitarme a mi pueblo para conocer mi casa y estar unos días antes de mi despedida final. Le mostré mi lugar y, lo más importante, el bosque en el que estuve estos seis años. Conozco este bosque tan bien, que hubieran hecho falta muchas otras caminatas largas para mostrarle todos los rincones, y luego, todas las estaciones. Es un lugar muy mágico; ese bosque me mantuvo protegida, guiada y acompañada todos estos años. Ahora lo estoy dejando.
Hannes recorrió parte de este camino de despedida conmigo. Harían falta muchas páginas y tiempo para platicarles todo el significado y movimiento que se generó en esa despedida, pero ahí está, plasmado en un lugar que caminé por última vez hace unos cinco días.
A este bosque no lo conocí yo sola; de hecho, tuve una guía implacable a mi lado para descubrirlo: mi perrita, Rima. Harían falta todas las fases lunares para transmitirles, aunque fuera una parte, de lo que Rima me transmitió a mí en nuestra exploración.
Claro que hice un ritual de despedida, en un lugar que casi nadie conoció. Un lugar secreto, mío, de Rima, de las criaturas del bosque. Ahí queda cerrado y grabado nuestro camino... y dejo el bosque con sólo un vistazo hacia atrás, sabiendo que haría falta entregarme completamente a ese momento para darle al bosque al menos una fracción de lo que él me dio. Pero nos cuesta, nos cuesta entregarnos al presente. Así que, más bien, camino hacia la salida, conteniendo emociones que no alcanzo a notar en ese momento, porque mi cuerpo me protege de ellas: la pérdida, la desaparición de todos mis caminos.
Al día siguiente, emprendo el camino a la ciudad, en bicicleta, debajo de un aguacerazo. Sin Rima a mi espalda, pedaleo hacia lo incierto. En ese momento, estalla todo lo contenido el día anterior y lloro a cántaros, con las nubes. Cruzo el río, llego al tren, lloro a cántaros, me ofrecen agua, digo gracias, y me entrego al qué vendrá.
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