“Hoy estoy sola, no sin ilusiones, pero sola. Y es difícil, porque ya me había acostumbrado a ver el mundo con ojos de los dos, a proyectar hacia conocerlo todo y explorarlo todo, juntos. Pero eso tampoco existía, estábamos separados y esa era nuestra realidad. Hoy me despido de él en el lugar en el que él me recibió hace una semana. Una mujer frente a mí se seca las lágrimas después de haber amamantado a su hijo. Su marido, frente a ella, lee el periódico, buscando abstraerse del momento. Con el pecho cerrado, su cuerpo, el de ella, cae triste sobre la silla. Es triste. La vida tiene miles de momentos tristes y yo y ella estamos viviendo cada quién uno ahorita. Cada quién el suyo. Y Sergio en su departamento guarda su soledad para sí mismo. Me duele saber que ya no seremos soledades compartidas. Que ya no buscará apoyo en mí ni yo en él… lo hicimos muy bien. Mientras duró.”
Cinco años después me encuentro esto escrito en una libreta: lo escribí el día que terminó mi relación anterior, la única duradera y estable que he tenido en los últimos años. Los últimos años han sido los más solitarios de mi vida: cuando los agrupamos todos y vemos el porcentaje de tiempo que compartí con alguien, —amigos, familiares—sale un pequeñísimo porcentaje con gente, y el resto yo, el bosque, Rima—mi perrita. Es una cueva, una guarida, un refugio, un escape, y mi soporte principal. He hecho de mi casa un espacio en el que puedo ser yo, expresar yo, estar yo… pero me acompaña el doloroso hecho de todos los vacíos de alguien más. Hoy al terminar de comer y sentir ese vacío y los impulsos que me llevan a querer reparar una relación que no llevó a nada, volteo sobre mi hombro, y veo a mi perrita, que me recuerda que nos tenemos. Y me agarro de este instinto, de algo que primitivamente se formó entre los humanos y los lobos, para saber que dentro de todo este vacío hay alguien más, mi compañera en el naufragio.
A veces me es muy claro que el dolor que sentimos no sólo es el propio, el de nuestras vivencias, la mayoría del tiempo parecemos llorar por las infancias violentadas, por las personas a la deriva, por las guerras, la pobreza, el abandono, por las situaciones que nos dejan una y otra vez sin rumbo. A veces parecemos llorar por todos los rumbos perdidos. Estas veces quiero sanar el dolor con la insistencia de quien piensa que, si ahora lo logra, si lo resuelve, todas aquellas tristezas se sanarán en un instante, y los rumbos perdidos se volverán a encontrar. Es la tristeza de todas las plegarias que los santos crearon, de rodillas, pidiendo piedad. ¿Piedad a quién? ¿A la imagen que inventamos para poderle suplicar? ¿O será que existe una profunda realidad, que trasciende este dolor, y nos enseña una y otra vez cómo volver al amor?
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