Esta semana estuvo de visita mi prima: nos llevamos dos años de diferencia y crecimos casi juntas. Me gustó mucho recibirla y pasar tiempo con ella, pero muchas cosas se movieron. Sacarla a pasear también implicó cambiar un poco mis rutinas, mis hábitos y mis horarios. Hace ya tiempo aprendí que no pasa nada, y trato de convencerme de que no pasa nada, pero hoy, en el tren, agotada y un poco confundida, tengo ganas de comenzar un régimen de ejercicio más concreto, más disciplinado.
Hacer ejercicio no está mal, claro, y siempre siento todos los beneficios que trae a mi vida, pero ahora sé que esa voz me habla desde la inseguridad. Es la inseguridad que surge por haber conectado con partes de mi infancia que aún me marcan, y la inseguridad que surge por estar conectando ahora con una persona románticamente. Así es: también me estoy enamorando, o algo similar. Algo similar, porque aunque siento que me estoy enamorando, no dejo que corra mucho esa emoción, y cambio la atención – la que tiene que correr soy yo, unos cuantos kilómetros al día, tal vez, para que pase lo que pase, no me sienta rechazada al final de la carrera.
Así me siento. La vida, una carrera, todos tratando de hacer lo mejor posible – lo triste, lo malo, lo distorsionado, es que mientras vamos corriendo para hacer lo mejor posible, comenzamos a competir contra otros o sentimos la competencia frente a nosotros. Así, solo nos desgastamos, cada paso un poco más. Me gustaría vivir en otro mundo... sin carreras. Con ejercicio sí, pero del divertido, del que nadas horas y no te das cuenta, del que recorres una montaña y subes con emoción y compañía, del que escalas por juego y del que respiras por amor a la vida. De este ejercicio me hace falta, me programo ahora para ver si logro pronto incluirlo en mi vida. Me programo ahora para animarme también a incluir a este nuevo chico. Hannes, ya les había contado de él. Ya les contaré más.
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